Historia para días lluviosos. «La chata se va por $400».
11/05/2018
Guillermo Ibarra
Fuí el único que levantó la mano.
«La chata se va por cuatrocientos pesos…» Gritaba Moncho Quiroga, el martillero.
«Cuatrocientos pesos a la una… Cuatrocientos pesos a las dos…Cuatrocientos pesos a las tres». Sonó el martillo de madera. «Vendida!» Inmediatamente con gran entusiasmo y presagiando el orgullo que iba a sentir, imaginé cada paso de la restauración.
Ford A 1929. Categoría auto, convertido en chata. Volante a la derecha. Piso de la cabina de roble, impecable.
Juan Miguel Ferruchi, así aparece en los documentos que acreditan en el dominio que me entregaron junto a mi gran tesoro. Primera fecha de compra documentada, 22 de Octubre de 1949.
Vengo a enterarme después de veinte años de haber levantado la mano en aquel remate, la historia de este vehículo.
Según cuentan, Juan Trabajaba en un frigorífico, hoy totalmente demolido. En su viaje rutinario de aproximadamente siete kilómetros, con su flamante chata, ida y vuelta a su casa, llevaba a su vecina Antonia Estrada, empleada también en la parte administrativa del mismo frigorífico. Juan Miguel había sufrido años antes un accidente en el mismo frigorífico, que le había dejado una cicatriz en su mejilla izquierda. Toda su vida después de ese accidente y de esa cicatriz, había cambiado. En los viajes que compartía con Antonia, y mientras disfrutaba de los accidentales roces entre su hombro y el de ella que provocaban los vaivenes de los huellones del camino, se aseguraba de mirar el camino de reojo y mientras contestaba las charlas que le daba Antonia, hacía un gran esfuerzo en mirar hacia la ventana de su lado, y así no mostrar su perfil izquierdo. Su cicatriz lo avergonzaba.
Una mañana sonó la sirena del frigorífico, alguien había sufrido un accidente. Los encargados corrieron por todos lados hasta encontrar a Juan Miguel tirado debajo de una media res. Después de reanimarlo, se sercioraron que no tuviera ningún hueso roto, al confirmar que solo se trataba de un fuerte golpe, le indicaron reposo, y que volviera a su casa. Bastante mareado y confundido, se dio cuenta que no podía manejar. Mientras tanto la noticia ya había llegado a oídos de Antonia, quien salió corriendo a toda velocidad casi cayéndose por las escaleras que llevaban al segundo piso de las oficinas. Lo encontró sentado en el escalón de la chata, con su cabeza entre las rodillas.
«Subí Juan, yo manejo y te llevo a tu casa». Sorprendido, le preguntó desde cuando sabía manejar, y un poco avergonzada, le confesó que ella nunca despegaba sus ojos de él durante todos los viajes que habían compartido, y que gracias a eso estaba convencida de poder encarar el viaje de vuelta por esos huellones.
Como si hubiera manejado toda la vida, arrancó la chata, colocando los bigotes de arranque en perfecta posición, y sin esfuerzo alguno, el hermoso sonido de esos cuatro pistones comenzó a estabilizarse.
Ya por la mitad del camino, Juan le pidió que se concentrara en los huellones, y que dejara de mirarlo a él. Antonia sonrió, se inclinó hacia él y se apoyó suavemente en su hombro. Ya no había ningún huellón, era la parte más lisa del camino. Finalmente ella paró la chata, tomo la cara de Juan con sus dos manos, la derecha acariciando suavemente su cicatriz, y mientras se acercaba a su boca le dijo: «Me gusta mucho más cuando manejás vos».
Años más tarde, mientras volvían del frigorífico, Juan muy animado le contaba que había conseguido un auto más nuevo, y que a pesar de que deberían acostumbrarse al volante a la izquierda, valía la pena por ser un vehículo mas moderno y en mejores condiciones. Con sólo entregar la chata y unos pesos más lo podrían comprar. La respuesta de Antonia no lo dejó terminar con la propuesta, y mientras ella acariciaba su mejilla izquierda, le decía: «Esta chata es nuestra, y jamás la vamos a vender».
Yo Nunca la restauré.
Hace dos años la vendí por unos pocos pesos, pero nunca la vinieron a buscar. Y ahí está.
Lucas Del Giudice.